Estoy despierta en la hora muerta, tres de la madrugada y hay quienes aseguran que esta es la hora de la noche en que más actividad presentan las almas y los espíritus que reinan en la oscuridad.
La particularidad de esta noche no es la lluvia que cae como música sino mis oídos que todo lo escuchan diferente, que hacen de los sonidos del silencio armoniosa melodía para mi consuelo.
Noche de insomnio, el ensueño llega lentamente cuando cierro los ojos, que todavía no me acostumbro a esta vigilia, que invento cada día una mentira fantástica gracias a la poesía para poder soportar la realidad.
Los bares están atestados de gente, el hedor es a sudor a olvido y a dolor, los otros tratan de escapar en el licor y yo me estremesco mientras la savia recorre mis venas y el vino llega a la cabeza; de nuevo la divina ensoñación conmueve a mis sentidos.
Querer sentir así tanto deseo, tanto placer y satisfacción gracias a los ilusorios lenitivos.
No me avergüenza, mi hedonismo, es el pago que doy a la sociedad de los falsos valores, la única forma que tengo para reírme de las tragedias de esta vida, viciada de placer y de inocencia que no escapa a la sordidez de la época y que se manifiesta en todas las expresiones verdaderas de éxtasis y pasión inmersas en el estrecho que hay entre la vigilia y el sueño.
Esta es mi gran virtud, escuchar mi propia voz y obedecer a sus caprichos, como diría Zaratustra: virtud no es la indolencia de mi vicio sino la complacencia de mi yo.
De nuevo no hay más que los sonidos del silencio, el tic-tac del segundero que incansable marca el tiempo y una gota de rocío que cae en la oscuridad de la madrugada, por eso me gusta la noche, porque nada interrumpe mi encuentro fantasmal con los libros, donde converge la ficción y la realidad, el odio y el amor, la pasión y el dolor.
Es el mundo de los libros el que me da vida, porque es mejor vivir la historia de otros que la propia que es real y contradictoria.